Presérvate
de la descendencia y de la mortalidad
prematura.
Ponte la distancia y comprueba
(cada cinco minutos)
que sigue ahí,
que no ha sido engullida
ni se ha deteriorado.
Nunca te falla el cronómetro
para reponerla en el transcurso de las eternidades.
¡Eso, tú sigue interrumpiendo!
(no vaya a ser
que se produzca el contacto).
Ella no tiene frenos, abróchate
bien fuerte el cinturón.
Haz una pausa
durante el intercambio de salivas y las pieles siamesas.
Ordénale
desnudarse y alinea sus zapatos, dóblale
la ropa en el armario
y las rodillas.
Mírala en contrapicado, poderoso
y protegido,
que en el centrifugar de los juncos no se desprenda
la juntura del monstruo bicéfalo.
¡Sí, imponte!
Ella también prefiere el látex
(para fregar los platos a los que tú
sacas brillo).
¿O es que la consideras
corrosiva?
¿tal vez babilónica?
Pero no, los restantes orificios
no te inquietan, ¿no acostumbran
conllevar alianza?
¿O tal vez temes
ser parido hacia dentro, pasto
de su voracidad?
Con suspiro,
ella encoge los hombros.
¿Qué duda cabe?
¡te alaba la razón y te la envidia!
(aunque a menudo termine
maldiciéndola a voces y a portazos).
Pero algunas veces
necesitaría abrasarse en el abandono
de pausas, esterilizaciones y prudencias.
Derretirse. Puenting. Grito. Sobrepasar al vértigo.
Aunque si compartir estropajo es
demasiada proximidad para tu aguante,
en algo estáis de acuerdo:
para ser dos se necesita
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