lunes, 19 de mayo de 2014

TESTIMONIO MARÍTIMO



Confieso, señor juez, que me dejé llevar por el rímel cremoso de sus pestañas. 
Que la carne es débil, al menos en mi caso, 
y que el húmedo sudor de sus axilas también me provocaron un deseo 
casi inconfesable de salitre. 
Confieso. Confieso que le rasgué por la mitad el código de barras.
Que sus gritos, a veces susurros, 
me invitaban a pensar en mirtos arrojados en paracaídas a pleamar.
Confieso que cuando cesaron, su silencio me condujo a las cárceles de los aserraderos
donde nacen por inercia las hormigas, esa clase de insectos civilizados que esperan cualquier cosa, hasta la muerte.
Confieso que en mitad de esas aliteraciones yo ojeaba anuncios publicitarios
en busca de un aspirador último modelo, gama alta,
que gimiera versos en los oídos de las azafatas de Iberia.
Bebí cerveza. La humillé circuncidando la sexta hoja del trébol de su jardín. Lo confieso.
Confieso, señor juez, que yo no la maté. Murió ella sola.
Una “s” se ha despegado de un verso y tres manchitas de acuarela verde se pasean
al albur de la palabra “talento”.
Sé que ese dato no tiene relevancia, pero necesitaba un recipiente de gotas.
Confieso, señor juez, que soy culpable.
Me acuso, señor juez, de haber violado el rastro de una ola.

De: Raquel Ramírez de Arellano

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